Es un día cualquiera en Curanilahue. Hace varias horas que salió el sol y Raimundo sale de su mediagua con rumbo incierto. Viste un chaleco verde de mangas deshilachadas y sus jeans más parecen uno de esos paños en los que las costureras practican puntadas. Sus zapatos, aunque casi no tienen suela, están brillantes. Raimundo, como todo monarca, se preocupa de su aspecto, sobremanera de sus zapatos.
Su corona es un majestuoso pelo ondulado, de esos que al crecer se parecen a la cabellera de Michael Jackson (el de los ochenta). Pero lo principal es que su pelo está completamente blanco. “Sello de distinción” dice, fanfarrón, a sus ex-colegas de la minería, los mismos que hoy son compañeros de tragos.
Mientras camina, las huellas de su pasado minero en Trongol van quedando atrás. Ahora el alcohol es su único amigo, el único que le tiende la mano en los momentos de angustia.
Raimundo se siente honrando su nombre.
- “soy el Rey del Mundo” - dice.
Pasa de cantina en cantina, de bodega en bodega, y la vida se le escapa con cada sorbo. Él sabe que es la realidad de los antiguos hombres del carbón. Todos lo saben.
De pronto se hace de noche y, con la sangre alcoholizada, Raimundo vuelve a su mediagua, no sin antes pasar por un culto evangélico, de esos que sobran en este pueblo, y entra para escuchar la música… sólo la música. Lo demás no le interesa.
Su corona es un majestuoso pelo ondulado, de esos que al crecer se parecen a la cabellera de Michael Jackson (el de los ochenta). Pero lo principal es que su pelo está completamente blanco. “Sello de distinción” dice, fanfarrón, a sus ex-colegas de la minería, los mismos que hoy son compañeros de tragos.
Mientras camina, las huellas de su pasado minero en Trongol van quedando atrás. Ahora el alcohol es su único amigo, el único que le tiende la mano en los momentos de angustia.
Raimundo se siente honrando su nombre.
- “soy el Rey del Mundo” - dice.
Pasa de cantina en cantina, de bodega en bodega, y la vida se le escapa con cada sorbo. Él sabe que es la realidad de los antiguos hombres del carbón. Todos lo saben.
De pronto se hace de noche y, con la sangre alcoholizada, Raimundo vuelve a su mediagua, no sin antes pasar por un culto evangélico, de esos que sobran en este pueblo, y entra para escuchar la música… sólo la música. Lo demás no le interesa.
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