VUELTA POR EL UNIVERSO

Pasar por las orillas de la inmensidad sin nada que decir es negarnos que vinimos por algo.

La trompeta suena tan desconsolada que podría oírla toda la vida, sentado en mi soledad inerte. El piano me conduce a una frenética decepción y ni siquiera alcanzo a pensar una languidez decorosa. ¡Que bellas suenan las tristes melodías esta noche!
Alguna vez quise alcanzar un rincón del cuarto sobre mis dos pies helados. Y pude haberlo hecho sin caer muerto por la pena de la pena. Prometo que pude haberlo hecho.
En vez de eso, preferí mirar de lejos la cúspide de la más alta montaña y soñar que la alcanzaba en espléndido pragmatismo y voraz retórica. Eso nunca podría haberlo hecho, ni en mis más recónditos sueños. Pero cuando lo hice deseé haber elegido lo factible, lo lógico. En ello tendría los más dulces postres con mermeladas y aromas tan de mis días.
En la montaña me sentí inmensamente vacío y decepcionado y ofrecí retractos al tiempo, pero ya era demasiado presente y siempre lo sería, aunque pidiera el futuro o el pretérito. Todo tiempo se había agotado para mi noble elección.
Y me sentí tan humano.
-“No quieras parecerte al ave cuando aún no tienes plumas” - me dijo el aire resoplando de orgullo lujurioso.
-“¿Qué más puedo hacer entonces?”- dije con enojo.
El vacío de esa tarde me estremeció y decidí volver al acto mediocre, al menos por unos cuántos presentes, hasta que el verdadero ahora se hiciera frente a mí.
Preferí tomar nota de lo que Miles Davis me decía desde su hoy tan enterrado, pero las manos aún se me anudaban, como hilos de humillaciones que recorren la sangre de estas tierras. Hacía mucho tiempo que la música había perdido el ritmo de mis dedos y yo, el interés por la vida. Todo se había hundido en la arena suelta de las elucubraciones extremas y hedonistas. Todo se había borrado, así la vieja pintura del acto rebelde en el muro de alguna calle perdida en las memorias de los inertes activos.
Me dejé morir una tarde al son de esa trompeta inquisidora, colgándome de las cuerdas del piano amargo. Lo hice hasta que la luna me tomó por cómplice, lo hice hasta que encontré la vida en el rincón opuesto de mi cuarto.
Salí de ahí con mi cara pálida y mis pies helados, preguntándome cuál sería la próxima nota en el acorde.

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